El domingo 24 de julio se realizaron las elecciones locales en la ciudad de Córdoba. Fueron notables por dos cosas. Primero, porque (en contra de lo que se esperaba) resultó electo intendente de la Capital cordobesa, Daniel Passerini, médico, peronista, actual viceintendente capitalino y exministro de Desarrollo Social de José Manuel De La Sota. Passerini derrotó en esa elección a Rodrigo de Loredo, dirigente de extracción radical, actual diputado de Juntos por el Cambio, yerno del histórico dirigente radical cordobés Oscar Aguad. Las encuestas en días previos le daban una ventaja irremontable a De Loredo. La plana mayor de Juntos por el Cambio viajó a Córdoba para festejar la segura victoria, animados seguramente por los sondeos y el envión de los excelentes resultados en las PASO provinciales en Santa Fe. Sin embargo, lo que supuestamente iba a ser una photo op de festejo, bonhomía y unidad entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich se transformó en una imagen de un escenario con caras largas. El acto dejó una frase imborrable de de Loreto, quien aseguró: “Los hice venir al pedo.”
El segundo hecho notable fue el discurso que dio el gobernador electo de Córdoba (provincia) y actual intendente de Córdoba (Capital) Martín Llaryora. No es una exageración decir que pocas veces en los últimos años un único discurso, que además no fue ni siquiera demasiado largo, tuvo el poder de atravesar el ruido mediático instantáneamente. Los mensajes de Whatsapp y los tweets se encendieron a los pocos minutos de haber sido pronunciado. Fue el tema de debate en diarios y medios de comunicación del día siguiente:
En ese discurso Llaryora planteó de manera electrizante una grieta que, a pesar de que fue central por casi doscientos años en la política argentina, hace al menos una década que está casi ausente del discurso político nacional: la periferia contra el centro, o, para decirlo en “llayroyés”, “los cordobeses” vs “los pituquitos de Recoleta”. “Basta”, dijo Llaryora, “de que nos maltraten de afuera y de que nos vengan a decir qué hacer”. En este nuevo “grito de Córdoba”, el gobernador electo proclamó que “las elecciones se ganan hablando con la gente, no paseándose por los medios de Capital Federal” y marcó la diferencia entre quienes “producen” (el interior) y los que “no producen nada” (la Capital Federal)
El discurso suscitó reacciones variadas. Aplausos e interés por parte de una buena fracción de los que podríamos denominar el campo nacional y popular, que incluso llegó a especular (tal vez con optimismo desmedido) con un posible “reseteo” de la relación antagónica entre el peronismo cordobés y el peronismo/kirchnerismo nacional. Enojo, casi furia, por parte de buena parte de esos mismos “medios nacionales” mencionados en el discurso. Por ejemplo, un canal de cable decidió presentar imágenes de la opulenta mansión del nuevo gobernador; 24 horas después, el periodista que las puso en cámara se disculpó públicamente porque esa casa era propiedad de Luis Juez, excandidato del macrismo a la gobernación cordobesa. Algunos analistas se apresuraron a indicar que el enojo del cordobesismo engloba tanto al PRO como al peronismo centrado en el AMBA, aunque la imagen de “pituquitos de Recoleta” introduce un elemento de clase novedoso. Otros, señalaron que Buenos Aires es una ciudad espléndida, a la cual los provincianos les encanta viajar y hacer turismo en sus cines, teatros y parques. Horacio Rodríguez Larreta señaló que produce, por cuanto es “la principal plaza financiera del país”.
Para sintetizar, tanto el encendido discurso de Llaryora como la también encendida reacción habla de que efectivamente hay un malestar entre elites políticas provinciales contra la centralidad, pretendidamente “nacional”, de las figuras políticas con base territorial en el área metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, que no está presente en la discusión actual pero que podría ser eventualmente activado. ¿Dónde leímos un argumento similar? Ah, sí, en mi newsletter del 28 de mayo, que se titulaba “La ¿irremediable? porteñización de la política argentina”. (¿Hay sensación más hermosa que poder decir “Yo tenía razón”? No lo creo.)
Puede conectarse lo sucedido en Córdoba con otro batacazo electoral que desafió las encuestas: la amplia victoria en las PASO santafesinas de Maximiliano Pullaro contra Carolina Losada en Santa Fe. Un candidato con una vida política anterior en el propio distrito le ganó con claridad a una candidata que “bajó” a la política desde su rol de periodista en los medios nacionales, que había sido apoyada por varias figuras nacionales de su partido, y que cometió el faux pas de decir que, si ganaba, viviría “acá”.
El impacto que tuvo el discurso de Llaryora nos dice varias cosas. Primero, con qué poco se puede sacudir la modorra de una campaña que viene siendo, hasta ahora, aburridamente ritualizada. La oposición, tal vez segura de que como va arriba en las encuestas lo mejor es no hacer muchas olas, reversiona los mismos temas antikirchneristas desde hace varios años. No es que les falte antagonismo ni gestualidad encendida, pero la grieta propuesta es siempre la misma. Sergio Massa da la sensación de que, por un lado, hace una campaña cauta, que no ponga en riesgo el precario equilibrio interno de su coalición, y por otro que está encorsetado por la necesidad de hablar como ministro de Economía (en defensa de) más que como candidato abundante en promesas. Incluso Javier Milei parece haber salido a demostrar que tiene “gobernabilidad”, cuando lo suyo era el espectáculo. Con tres gritos, Llaryora atravesó la abulia generalizada y, por lo menos, rompió el verosímil. Es un contrafáctico, pero no es a priori imposible pensar que si el famoso “grito de Córdoba” se hubiera producido hace cuatro meses, tal vez Llaryora estuviese hoy en una boleta presidencial nacional.
El segundo, es que la palabra política sigue importando como manera de ocupar el vacío, expresar malestares, ponerlos en agenda, pelearse con alguien. Venimos de años de campañas signadas por la prudencia, el colorear entre las líneas marcadas por las encuestas, aceptación de diagnósticos varios del desánimo social y falta de interés en la política, recitación de cifras y hechos como si constituyeran sentido por sí mismos. Lectura obsesiva de encuestas que se traduce en llanto por derrotas que todavía no sucedieron. No quiero sobrevender lo que fue un discurso subido a la adrenalina de la victoria ni de hacer un héroe de un gobernador, uno más entre 23. Simplemente señalar que, a veces, lo mejor es hablar claro. Y fuerte. ¿Cómo interesarse si siempre se escucha lo mismo?
María Esperanza Casullo | Cenital