Este domingo no tengo muchas cosas para decir de política. Las elecciones nacionales serán el día 14 y los dados ya están lanzados, así que mejor hablar con el resultado puesto. A nivel regional no hay demasiadas novedades, ya que las elecciones que se vienen en Nicaragua no serán muy novedosas: ganará Daniel Ortega, lo cual es un resultado esperable cuando se elimina a las listas en competencia. En Chile, por su parte, aparece primero en varias encuestas el ultraderechista José Antonio Kast, lo cual es demasiado deprimente para contemplar. Tal vez haya noticias esperanzadoras desde Brasil, en donde Lula está primero en todos los sondeos, pero todavía falta para esas elecciones. Así que, sin mucho para opinar sobre política, voy a hablar sobre otra cosa. Algo original, sobre lo que nadie habla en este momento de la cultura. Voy a hablar de series.
Uno de los temas recurrentes de este newsletter es la importancia central que tiene en este momento político la discusión sobre género. No solo género en el sentido de políticas públicas, sino en el sentido de modelos de feminidad y de masculinidad: ideas y paradigmas de familia, de división del trabajo de cuidado (lo que solíamos llamar “doméstico”), de atracción, seducción, manutención y más aún de rompimiento de las relaciones que llamamos “sexoafectivas” y que antes decíamos “de pareja”, de cómo se relacionan, se molestan y, potencialmente, se ayudan, personas de diversos géneros en el ámbito laboral. Vivimos en una era en la cual todas estas cuestiones están en el aire, debatiéndose a los empujones, de manera caótica, con sectores que empujan hacia adelante y hacia arriba y otros grupos que empujan hacia abajo y hacia atrás. El potencial y también el peligro del momento es justamente que de este momento seguramente saldrá un nuevo conjunto de definiciones sociales y de modelos sobre todos estos temas, que son los temas centrales que conforman nuestra experiencia de qué significa ser humano; nada garantiza, sin embargo, que sean más igualitarios, democráticos, amables y flexibles. No es un secreto, a esta altura, que en esta lucha resulta clave avanzar en la aceptación o al menos la discusión de modelos de masculinidad que puedan responder a la pregunta de “qué es un hombre” de una manera distinta a “lo opuesto de lo femenino” o, más en detalle, “alguien que ocupa una posición dominante en un set de relaciones sociales particulares caracterizadas por el género”.
Me parece interesante señalar que algunas de las discusiones más sutiles y, no voy a ir tan lejos como decir feministas, pero sí en todo caso antimasculinistas, que vi en los últimos tiempos se dan en dos series que se ocupan de mundos esencialmente caracterizados como varoniles: los deportes colectivos de competición y los videojuegos.
La primera de las series es muy obvia y seguramente ya todos la adivinaron: Ted Lasso. Ted Lasso es un coach de fútbol americano trasplantado a Londres para entrenar un equipo de fútbol de antigua gloria y actual decadencia. Es muy común leer análisis que señalan que lo único positivo de Ted Lasso es su decisión de ser bueno (“nice”): de mostrar en todo momento y en todo lugar empatía, afecto, humildad. Pero se me ocurre que Ted es una figura revulsiva porque, en un ambiente hipermasculinizado, se niega a comportarse de manera paródicamente masculina. No les grita a sus defendidos, les hace regalos de cumpleaños, le hornea galletitas a su jefa. Dice “no sé” todo el tiempo. Abraza a la gente. Lo interesante es que esto no viene de manera completamente natural: uno puede ver, por momentos, como la niceness de Ted Lasso está sostenida por el filo de las uñas. Es el resultado de una decisión más que una inclinación. Es más, prácticamente todos los personajes de la serie pueden leerse como atravesando un proceso en el cual deben reaprender sus modelos de masculinidad o feminidad para poder sobrevivir. Rebecca Welton, la dueña del club, tiene que pasar de ser “la esposa de” a ser la jefa; Roy Kent tiene que aprender quién será cuando ya no pueda ser un defensor aguerrido y raspador y el capitán del equipo, Jamie Tart tiene que poder sacarse de encima al padre insoportable que le grita cuando no mete el gol. Keeley Jones tiene que lograr que la vean como una persona de valor en sí misma más allá de su tendencia a tener novios futbolistas. (Keeley es mi personaje preferido. Nunca miente ni oculta nada y fuerza a los demás a no mentir.)
Por casualidad, me puse a ver otra serie que me recordó mucho a Ted Lasso, y de la cual sospecho que ésta tomó prestadas algunas cosas: Ballers. Transcurre en el mundo del fútbol americano. Reconozco que solo la vi porque la protagoniza Dwane “The Rock” Johnson, y también reconozco que la abandoné en la tercera temporada, en donde decae mucho. Pero las dos primeras son simpáticas: un futbolista retirado y en la quiebra quiere desarrollar una nueva carrera como administrador financiero de jugadores en actividad, en Miami, rodeado de tiburones de los negocios. Pero, otra vez, es interesante porque el personaje de The Rock es muy parecido a Ted Lasso. Spencer Strasmore es un gigante (literal) empático y sentimental, dado a las demostraciones públicas de emoción y a los pedidos de disculpas públicos. Una subtrama tiene que ver con aceptar que aún La Roca tiene que aceptar ir al médico. Otra tiene que ver con un jugador que se acerca al retiro y se pregunta cómo sigue su vida. Si bien todos los roles centrales son masculinos, las mujeres son interesantes: una esposa que es médica, una novia que se harta de las infidelidades y se va sin perdonarlo, una novia que se muda por trabajo a otra ciudad y no pide disculpas.
Y Spence Strasmore, como Ted Lasso, cocina. Cocina brunch para sus compañeros de trabajo, le cocina lomo Wellington a su novia, discute detalles de un plato italiano con la esposa de un ex amigo. El rol de la cocina para otros como marca de masculinidad en proceso de deconstrucción es interesante. Ted Lasso, ya sabemos, hace repostería para llevar. En su primera cita, Roy Kent le dice a Keeley: “I’m focking cooking fer yah”, en vez de llevarla a un restaurante o pedir sushi. (Me veo obligada a agregar: dar de comer es un acto de afecto, y tradicionalmente un rol femenino y maternal; a todes nos encanta que nos cocinen, pero sabemos que la cocina es la más “aceptable” de las labores de la casa. Tampoco es cosa de decir “vamos a cocinarles y hasta acá llegamos”. Ahora que muestren a Ted limpiando el baño o yendo a comprar los materiales que pidió la seño de plástica a las diez de la noche.)
Dos últimas cuestiones para resaltar. La primera es que en ambas series la reflexión sobre masculinidad/feminidad está acompañada de una preocupación central con la amistad, más que con el amor romántico. Esto se me ocurre que es central, ya que la pérdida de la obsesión con el amor de pareja deberá ir acompañada (si tenemos suerte) con una ampliación de los repertorios posibles de relaciones que pueden darle a las personas (sobre todo a los que se identifican como varones, pero no solo) el afecto, el apoyo, el oído, y la comida que necesitamos para vivir. Es un mérito de la serie que nos haga preocuparnos por la amistad de Ted y Coach Beard, la de Ted y Rebecca, la de Ted y Roy, la de Roy y Nathan, la de Rebecca y Keeley, la de Rebecca y Higgings, igual o más que por quién “se queda” con quien.
El segundo punto es que en ambas series responden, sutilmente, sin tirarnos argumentos por la cabeza, la pregunta de ¿por qué es mejor replantearse las “virtudes de la masculinidad tradicional” (como dijo hace dos días un congresal republicano en EEUU, solo que él quería defenderlas). En la figura de un padre que le grita a un hijo porque no hizo un gol, o un padre que estuvo ausente durante toda la crianza, el atleta que se muere de dolor porque ir al médico es para débiles, o en un ex marido que ni se queda ni se va de una buena vez de la vida de una ex mujer, aparece sencillamente una cosa: la generación de un tremendo sufrimiento. El sufrimiento de todos, no solo de las mujeres. De todos, transmitido de generación en generación.
Tal vez esta es la consigna que debemos adoptar en un momento de tanta incertidumbre política. Debemos ser capaces de construir modos de vida que nos permitan ni sufrir ni tener que hacer sufrir. Deconstruir una ética que glorifica el “aguantar” como valor (en la casa, en el trabajo hasta rendirse, en la cama), porque si uno “aguanta” es inevitable que le exija a otro que “aguante, porque si yo puedo vos podés”. Ayudémosnos, como amigos, a no sufrir. Parece poco, pero sería un montón. Sería verdaderamente revolucionario.
María Esperanza Casullo | Cenital