UN MOMENTO DE CONVULSIÓN GENERALIZADA

Asistimos a un mundo peligroso. El mundo de la Guerra Fría, marcado por el enfrentamiento entre dos grandes potencias con relativa paridad militar –que casi no comerciaban entre sí y con la destrucción mutua asegurada– era un mundo relativamente estable. Las grandes disputas violentas se dirimían en el mundo emergente –desde la guerra de Vietnam y la ocupación soviética de Afganistán, hasta los golpes de Estado en Argentina y Chile o la revolución cubana– siempre con bandos y lealtades fácilmente identificables, aún si en ocasiones, por acontecimientos internos o externos, pudieran ser cambiantes. El mundo de la hegemonía estadounidense, tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS era, también, estable. Los países –a excepción de un pequeño conjunto de rebeldes con escaso predicamento– parecían encaminados, a distinto ritmo, a adaptarse, tarde o temprano, al combo de democracia y neoliberalismo que era el principal producto de exportación proveniente de Washington D.C.

El mundo posterior a la última etapa de hegemonía estadounidense –caracterizado por el ascenso de China, el declive relativo de los Estados Unidos y la existencia de múltiples actores que actúan con dosis considerables de autonomía respecto de las dos grandes potencias– es un mundo inestable. Un mundo donde la ubicación del poder no está demasiado clara y se manifiesta en todo momento frágil y provisoria -y donde ambos gigantes parecen menos interesados que en el pasado de actuar con vocación global. Ni a China, todavía concentrada en su propio crecimiento, ni a Estados Unidos –que de la mano de Donald Trump puso en crisis las mismas instituciones internacionales que impulsó durante más de medio siglo– aparenta preocuparles hacer la inversión material que requiere la construcción de proyectos económicos globales, lo que significa más lugar para los conflictos descontrolados y la actuación unilateral de potencias intermedias o regionales.

El conflicto desatado entre Israel e Irán es un producto típico de esta configuración inestable. Parte de un intento de Israel de reconfigurar los balances de poder regionales luego del 7 de octubre –que también se expresa en las decenas de miles de muertos en Gaza y en la guerra con el grupo terrorista Hezbollah, el año pasado. También la aceleración del programa nuclear iraní –certificada por el Organismo Internacional de Energía Atómica (la AIEA, por sus siglas en inglés), que dirige el argentino Rafael Grossi– es un síntoma de este mundo en el que cada nación depende, primero que nada, de sí misma, y donde las relaciones son cambiantes y asimétricas. El conflicto entre India y Pakistán, hace apenas unos meses, y la guerra en Ucrania son síntomas de esta dinámica. De las nueve potencias nucleares, cuatro estuvieron involucradas de manera protagónica en enfrentamientos durante este año. Si sumamos la participación directa de Corea del Norte junto a Rusia en Ucrania y de Estados Unidos asistiendo las tareas defensivas israelíes, son seis de las nueve potencias nucleares que se encuentran involucradas directamente en conflictos armados.

En este marco, un país como la Argentina, sin interés ni posibilidad en oficiar como potencias militares, cuyas fortalezas geopolíticas se desprenden en parte de su ubicación en una región donde esos conflictos son una rareza y no aparecen en el cálculo de mediano plazo de ningún analista –y que sí tiene en su menú, en cambio, una vulnerabilidad causada por sus propias fragilidades macroeconómicas– debería minimizar amenazas y aprovechar la ausencia de hegemonías para diversificar sus relaciones, maximizando los acercamientos posibles y minimizando conflictos. El nivel de alineamiento ideologizado y grotesco demostrado por el gobierno de Javier Milei en su relación con los Estados Unidos e Israel hubiera sido desaconsejable aún en tiempos de la Guerra Fría, donde ese tipo de prácticas eran la norma. En el momento actual, resulta difícilmente justificable en ninguna noción de interés nacional.

La presencia del presidente en Israel, un país con el que la Argentina tiene lazos históricos que se remontan al reconocimiento temprano del Estado durante el gobierno de Juan Domingo Perón, justo antes del inicio del conflicto es sintomática de esta política exterior desnorteada. Milei viajó a ofrecer apoyo incondicional en un momento en que los liderazgos occidentales –incluso el de Donald Trump– cuestionaban en tonos diversos, pero crecientes, el saldo de la invasión de Gaza y particularmente el bloqueo de ayuda humanitaria, mientras en la región proliferan acusaciones incluso de muchísima mayor gravedad. Milei viajó sin objetivos comerciales o económicos a la vista, para recibir el reconocimiento Génesis, un “premio” establecido hace apenas doce años, que sólo una repetición literal de la propia organización podría calificar como “Premio Nóbel judío” como si tuviera un prestigio remotamente similar, aunque fuera, entre quienes integran la colectividad.

Fue el segundo viaje del presidente a Israel, sin logros ostensibles que lo justifiquen, en un marco en el que el país es objeto de los mayores cuestionamientos en su historia. La visita hizo juego con su paso no oficial por España, donde el presidente es un actor más de la cada vez más nutrida oposición a Pedro Sánchez, acorralado por causas de corrupción que afectan a sus colaboradores más cercanos, en el seno de su partido. Un itinerario que además logró opacar lo que había sido un encuentro extenso con el nuevo papa y la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni. Una rara ocasión de visitas oficiales con un saldo narrable como exitoso, que el propio jefe de Estado se encargó de convertir en una tribuna para la recepción de premios personales, cuyo punto cúlmine fue la distinción del Club de los Viernes, una estrafalaria agrupación alineada a las ideas económicas de la Escuela Austríaca que defiende el presidente.

A la inestabilidad global que el Gobierno navega con torpeza debe sumarse la que trajo a la política nacional la condena contra Cristina Fernández de Kirchner, dictada no solamente con fundamentos cuestionables, sino contra los deseos de los principales actores de la vida política nacional. No solamente el peronismo. Para el Gobierno, la condena es un problema con tres dimensiones relevantes. La primera repite una cuestión que se verificó durante el debate de Ficha Limpia, donde el oficialismo debió amoldarse a las presiones del círculo rojo. La condena no era parte de su agenda. En la apreciación oficial dominante, la polarización con el peronismo conducido por Cristina era un activo electoral, aún más pronunciado en el marco de las disputas internas entre la principal dirigente y su antiguo pupilo. Y, aún más, hay dos de tres integrantes del Triángulo de Hierro que no creen que la Justicia deba dirimir cuestiones políticas. Nada de esta mirada pudo permear una decisión sobre la que La Libertad Avanza no tuvo siquiera un preaviso diferente del resto de la sociedad. La sorpresa de la decisión es una segunda preocupación para un oficialismo que, si bien cosecha apoyos en el sistema, no lo corporiza: sigue siendo un actor outsider.

El tercer punto, acaso el más preocupante, es que revela que el establishment económico sigue desconfiando de la sostenibilidad política y económica del proyecto en marcha, que todavía considera en situación precaria. Es evidente que los hombres de negocios temen una repetición del 2018 de Mauricio Macri, que traiga de vuelta de una u otra forma al kirchnerismo. La condena sería en este caso una suerte de garantía contra un regreso de una dirigente contra la que mezclan inquinas reales y componentes de irracionalidad, que se expresan no sólo en los pánicos financieros vinculados al peronismo, sino en los apoyos a quienes aparecen enfrente. En un marco de guerra, luego del ataque israelí que liquidó a toda su cúpula militar y sujeta a la devastación de sus principales infraestructuras, ¡la moneda iraní sufrió una devaluación menor a la que tuvo Argentina en 2019 el día después del triunfo de Alberto Fernández! Ni siquiera fue la primera vez, la grivna ucraniana también resistió mejor a la invasión rusa que el peso argentino al regreso del peronismo.

En este marco, las dudas son patentes. En un encuentro privado con ocho economistas, Ricardo Arriazu –luego de hacer un elogio general del gobierno de Milei– alertó sobre la necesidad que haya alguien en el oficialismo que mire el equilibrio general de las cosas. Señaló los ganadores y perdedores del esquema de crecimiento actual, con sectores productivos muy perjudicados; algo conocido, pero advirtió también sobre el desempleo, producto de la reconversión de algunas actividades y pidió algún tipo de planificación estatal. Se suma así a los indicadores de alerta sobre una recuperación que es contundente en los números pero también despareja, como alertan algunos números de consumo masivo, y sumamente dependiente –para la recuperación del poder adquisitivo– de la acumulación de buenos datos de inflación. El 1,5% de mayo fue, en este sentido, un alivio.

Es exactamente por eso que en la Casa Rosada, las preocupaciones son más urgentes que los desequilibrios sistémicos del modelo. Si bien aseguran que “el tema está muy verde”, ya analizan cómo sería el veto al proyecto de jubilaciones que, dicen, implicaría un aumento del gasto de hasta el 1.6% del PBI. En el oficialismo descuentan que no ocurrirá esta semana “y nadie sabe qué va a pasar después del miércoles”, pero se anticipan a una anomalía: para sostener el veto, hay diputados que deberían votar algo distinto a lo que hicieron previamente. Ahí aparece, nuevamente, la figura de Macri. Como se sostuvo desde esta entrega desde hace más de un año, el principal riesgo para la gobernabilidad de Milei no es ni Cristina ni Sergio Massa ni Axel Kicillof sino el expresidente que en su última activación le envió un mensaje al Gobierno con la abstención de nueve diputados amarillos. Si el veto no logra ser sostenido, quedaría en jaque la recuperación financiera, la baja del Riesgo País, el dólar barato y el plan de rolleo de la deuda que fundamentan las expectativas en el gobierno.

Una crisis general del programa macroeconómico causada por una sola acción legislativa. Un escenario que daría razones a la desconfianza empresarial y que se mantendrá al menos hasta después de octubre, cuando el Gobierno debería obtener una minoría de bloqueo que le permita gobernar con vetos y decretos. Antes de eso, la movilización del peronismo podría ser un revulsivo que presione sobre cualquier intento de independencia del macrismo y del radicalismo, pero también un agravante para la gobernabilidad oficialista de cara a las elecciones de octubre, con la principal líder opositora privada de la posibilidad de competir y sin siquiera el atenuante de la expectativa de acudir al Máximo Tribunal, que suavizó la ruptura de Lula con el establishment. Una apuesta de consolidación conservadora subida sobre el filo de un cuchillo.

La hipótesis no es menor. Cristina era el último dique de contención institucional de su electorado, tanto encuadrado orgánicamente como “gente suelta”. Parte de ese colectivo fue llamado al repliegue cuando quiso demostrar su frustración a través de mecanismos que excedan la red social X, tanto durante el mandato de Mauricio Macri como luego del intento de asesinato a su líder. En ambos casos, fue la propia Cristina la que llamó al orden. Igual que el día de la condena. No son pocas las voces que creen que esa prédica no tendría el mismo peso si la Justicia elige no darle la prisión domiciliaria entre hoy y mañana.

La referencia temporal no es un error de quien escribe. En el Gobierno aseguran que están enviando los mensajes correspondientes para que eso ocurra idealmente hoy. La voz oficial la expuso el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, cuando aseguró que, según su mirada, le corresponde la domiciliaria a la expresidenta. En el kirchnerismo creen que esa versión es para desinflar una movilización que, de mínima, triplicará aquella a Comodoro Py de 2016. “Está viniendo gente de todas partes del país, no tiene vuelta atrás”, dicen cerca de CFK. Aclaran, también, dos cuestiones vinculadas. La primera, que el primer destinatario de las advertencias no es el gobierno porque saben que la decisión tuvo mucho más que ver con los deseos y la capacidad operativa de Macri. Y la otra, rechazan, por primera vez, la impugnación a la suelta de panfletos o las pintadas en la Ciudad de Buenos Aires: “Ojalá no estén pensando en humillar a Cristina, porque todavía no vieron nada”.


Iván Schargrodsky | Cenital

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